La historia de Puigcerdà es el perfecto ejemplo de cómo la arrogancia política y la mala gestión pueden hundir las finanzas de una administración local.
Detrás de cada número, de cada factura aplazada y de cada vehículo municipal que ya no pasa la ITV, hay una historia de negligencia, de promesas vacías y de una visión cortoplacista que antepone el rédito electoral a la responsabilidad económica.
Albert Piñeira no solo dejó una herencia financiera devastadora, sino que construyó un castillo de naipes que se desmorona con el más mínimo soplo de realidad.
La "economía saneada" de la que presumía era poco más que un espejismo, una construcción mediática sostenida por el marketing político y la capacidad de postergar lo inevitable.
Lo realmente dramático no es solo el agujero económico, sino el daño estructural causado a una institución que debería ser garante de la eficiencia y la transparencia.
Cada factura sin pagar, cada vehículo obsoleto, cada inversión diferida es un testimonio silencioso de una gestión que ha fallado estrepitosamente a sus ciudadanos.
La política no debería ser un juego de apariencias, sino un compromiso real con el bienestar colectivo. Puigcerdà nos recuerda, una vez más, que los números no mienten, las personas sí
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