
El miedo es libre. El odio también lo es.
Si se unen en la conciencia te convierten en esclavo. Dejas de pensar en lo amable de la vida intentando que tu rival se convierta en la justificación que hará de lo tuyo algo rentable.
Los errores propios los festejas con las debilidades de otros. Es así de mezquina la cosa. Pero, a la larga, el que pasa miedo eres tú, el que odia eres tú. Y de tanto justificar desapareces.
Desplazar los problemas no los hace menores ni propiedad del que no los tiene. Odias más cuanto más arrimas los tuyos a aquel que sigue sonriendo sin que le veas (sabe que te queda poco, que el miedo destroza) porque temes lo que te hace vulnerable. Mueres cada día con el terror a cuestas, el terror a ser descubierto en tu mezquindad, en tu bajeza.
La culpa siempre fue de otro. De eso te quieres convencer mientras borras con prisa el pasado que crees desaparecido para el resto (¡qué infeliz!). Y no quieres mirar para no pensar que el temor es cosa personal. Una actitud tan patética que consigue hacerte tambalear cuando sabes que, aunque pintaste a los demás con trazo imbécil, los dibujos terminaron siendo más listos que tú.
La culpa también la tienes en propiedad. Un residente incómodo. No vives porque la mala conciencia acosa desde arriba, ataca por los costados, siega debajo de tu peso. Y morirás con los ojos cansados porque dejaste pendiente la vida entera a cambio de querer destrozar la ajena. Pobre idiota. Libre en tu odio, en tu miedo. Fuerte como la mala hierba. Pero esclavo de un azar que termina cazando su presa. Siempre. No falla.
No va dedicado a nadie, de hecho, no es de mi autoría sino de un amigo, por lo cual. cualquier suceptible, que desista de pensarlo.
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